lunes, 29 de agosto de 2016

Editorial
¿Un problema estructural o de género?
Hace algunas semanas, el país entero se estremeció con el sonoro y unánime rechazo –concentrado en una multitudinaria manifestación– en contra de la violencia de género, específicamente, de la mujer, cuya dignidad, en pleno siglo XXI, sigue siendo pisoteada gracias al abuso constante de sus parejas o ex parejas. Pero la violencia de género es solo una perspectiva, la violencia contra la mujer deriva de una enfermedad social que tiene raíces estructurales. Esto explica por qué muchos varones arremeten contra sus parejas, pero, también, porqué la sociedad –conformada por varones y mujeres, niños y ancianos, profesionales y no profesionales, etc.– arremete, promueve y justifica, de una u otra forma, la agresión contra la mujer en general.
A menudo, mujeres maltratadas reclaman un poco de consideración en una estación policial cuando reciben un trato o una mirada que refleja desprecio y casi una solidaridad hacia el agresor, antes que a la afectada. Si los agentes son varones, el trato, inclusive, suele ser cruel y humillante.
En las radios, las llamadas de varones y mujeres frente a situaciones de agresión, como los difundidos recientemente a raíz de lo ocurrido con Arlette Contreras en Ayacucho y Lady Guillén, víctimas de agresión por parte de sus parejas, no siempre están llenas de genuina indignación. Hay un tufo de hipocresía y que se libera en espacios más cerrados, donde se justifica la actuación masculina. ¿Acaso no se dice que “la fulana” “era así o asá”?
El propio Cardenal Luis Cipriani ha llegado a ser estúpidamente insolente y expresar aquello que está en la cabeza de un sector importante de la sociedad peruana, que admite que la mujer casi es culpable de sus propias desventuras.
Los casos abundan. La realidad nos dice que existe un sentido común que apenas ve con auténtica preocupación la prevalencia de una violencia estructural contra la mujer. Sigue aceptando que es algo normal o hasta una especie de “derecho” que tienen los varones sobre sus parejas, acaso es el derecho “natural” del que habla la Iglesia Católica.
Si el sentido común acepta esto como algo normal, entonces es la sociedad conformada por todos sus actores, la que sostiene esta expresión de violencia, la que alimenta y, a la vez, la que pretende condenar individualizando la culpabilidad de unos y absolviendo su enorme responsabilidad frente al problema.
La sociedad es tanto o más culpable de lo que son cada uno de esos individuos que someten a sus parejas.
Pero la solución no está –como profesa el feminismo y los sectores cercanos a esta tendencia– en invertir los papeles, en hacer que las mujeres agredan a los varones en clara muestra de dominio, en reemplazar los “roles” de casa por los roles laborales y sociales demostrando que la mujer ya no calza con las actividades del hogar; en desplazar a los varones de estereotipos vinculados con la infidelidad y que sea la mujer, finalmente, la adúltera y promiscua.
La conciencia social sigue un curso inexorable. Ni los grandes medios de comunicación, que se alimentan de todos los males de la sociedad, podrán contener la tendencia de la humanidad. La emancipación de la mujer frente a una doble opresión, la del hombre y de la propia sociedad, sigue siendo el desafío de estos tiempos. Se debe entender que no es el hombre solo por ser varón, sino, porque es el producto de un tipo de sociedad que modela su conducta social, lo que mantiene sometida a la mujer.

Si esto no se entiende, se caerá en el absurdo de pretender que los roles se inviertan para garantizar el supuesto derecho de la mujer a ser mejor que sus pares. La emancipación de la mujer consiste en no renunciar ni renunciarla a gozar de sus derechos fundamentales, de sus derechos civiles, políticos y sociales.

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