Hoy
se cumple 33 años de los fatídicos acontecimientos de Uchuraccay, una pequeña
comunidad andina que alcanzó notoriedad gracias a la muerte de ocho periodistas
y un guía, la tarde del 26 de enero de 1983.
De
los trágicos sucesos se ha escrito mucho, se ha dicho por ejemplo que la muerte
de los periodistas fue el resultado de una fatal confusión. Primero se dijo que
la comunidad entera no hablaba castellano impidiendo cualquier forma de diálogo
entre los dirigentes comunales y los periodistas, que confundieron las máquinas
y equipos fotográficos con armas de guerra, que Uchuraccay vivía aislada de la
civilización, que los autores de la matanza habían sido los subversivos.
Más
tarde, se dijo que uno de los periodistas llevaba una bandera roja, que este elemento,
en medio de una rebelión campesina contra Sendero, había sido el detonante de
la masacre. Ahora, se dice que la razón del abominable crimen contra los
periodistas fue el conflicto histórico entre familias que disputaban el poder
local hasta antes del asesinato de los periodistas. Pero, la verdad es que,
todos estos argumentos, unos más creíbles que otros, solo pretenden abonar
falsas premisas a la tesis de la confusión, al mito de la casualidad y del
error.
Lo
sorprendente de todo esto es que, cada argumento, cada idea o más bien, cada
falacia, ha sido revocada y cuestionada, una y mil veces, por las propias
víctimas.
Esta
afirmación no es simple retórica. Es literal. Los periodistas, antes y durante
el brutal ataque consumado por algo más de 30 comuneros y no por toda la
comunidad, armados todos ellos con huaracas, piedras y hachas; lograron
registrar imágenes de sus captores, de cada detalle del mortal encuentro, del
agitado diálogo, de la cantidad de atacantes, del estado emocional de sus
victimarios, pero, sobre todo, de la indiscutible condición profesional que
ostentaban los hombres de prensa. No cabe duda, se identificaron y demostraron
que eran periodistas. Las extraordinarias fotografías de Willy Retto, uno de
los mártires de Uchuraccay, en el preciso instante de su muerte, dejó el más
increíble testimonio de un crimen alevoso, deliberado y siniestro.
A
33 años de los hechos registrados en las alturas de Uchuraccay, la lógica y el
sentido común han logrado converger gracias a la verdad histórica construida,
no desde onerosos informes oficiales y oficiosos o de opiniones interesadas,
versiones antojadizas, pseudo investigaciones académicas con claro sesgo
ideológico y político; sino, desde la lectura de reconocidos intelectuales que
escribieron la historia desde una orilla menos condescendiente o menos cómplice
con las Fuerzas Armadas.
Según
el historiador Alberto Flores Galindo, el comportamiento de cierto sector de
comuneros uchuraccaínos no fue producto de ningún desencanto contra Sendero.
Fue, más bien, la natural respuesta de quienes habían perdido el control de un
espacio de poder que les era fértil a sus propios intereses y que, hacia
mediados de 1982, contaban con la aquiescencia de las Fuerzas del Orden para
formar parte de un plan –mal o bien elaborado– de ocupación y recuperación
estratégica de territorio perdido en las alturas andinas.
Lo
cierto es que, la llamada “guerra sucia”, realmente comenzó en enero de 1983,
con la muerte de más de una docena de presuntos senderistas en las alturas
iquichanas y con la masacre de 8 periodistas y un guía en Uchuraccay.
Toda
la vorágine de violencia que produjo el mayor genocidio en nuestra patria, que
se extendió principalmente a lo largo de 1983 y 1984, fue el corolario de una
estrategia relativamente implementada y aplicada desde principios de 1982,
cuando las Fuerzas Armadas ya preparaban su ingreso directo y frontal al
escenario del conflicto (Véase las declaraciones de los ex ministros de Guerra
y del Interior de ese entonces).
Esto
es lo que se dijo desde un inicio y se pretendió opacar con tres décadas de
versiones mediáticas, de informes oficiales, con argumentos falaces y míticos
que, si se observa desde una especie de
meta realidad, pretenden responsabilizar a los propios periodistas de su
muerte. Casi, casi, como decir, que los periodistas murieron porque decidieron
ir a Uchuraccay o a Huaychau.
Pero
la verdad histórica precisa que, en Uchuraccay, el viejo poder local conformado por los Varayocs, entre los que se
encontraban Alejandro Huamán Leandro, Dionisio Morales Pérez, Alejandro Morales
Pérez, Sacarías Mauli, entre otros, desde 1981, se resistió a perder el control
de la comunidad y entregarla expeditamente a los subversivos. Mantuvo de forma
paralela y furtivamente el poder en la zona, aun cuando Sendero ya había
instalado una nueva autoridad bajo la figura de un “Comisario”.
Su desafío al grupo armado, desafío que terminó con
la muerte de Alejandro Huamán Leandro, presidente de la Comunidad de Uchuraccay
y acusado de retirar la bandera de los subversivos de una zona alta, no pudo
haberse concretado si Huamán no hubiera estado convencido de que su decisión
tendría algún tipo de apoyo político o militar. Si, como dice la CVR , el PCP SL, había impuesto
su poder, era obvio que enfrentarlo tendría sus consecuencias.
Huamán Leandro, junto con los otros miembros del
antiguo poder local, comenzaron a conspirar contra los senderistas y contra el
nuevo poder impuesto en la comunidad, representado, según dice el mismo
Informe, por Severino Huáscar Morales, a quien luego dieron muerte junto con el
guía Juan Argumedo.
Pero la conspiración, además de aglutinar nuevas
fuerzas, debió buscar el respaldo de las Fuerzas del Orden. Un elemento clave
en este asunto fue Fortunato Gavilán García, Teniente Gobernador de Uchuraccay,
ex licenciado del Ejército, nombrado en esa condición por el Gobierno de
Fernando Belaúnde y obligado por función a dar parte de los hechos que venían
ocurriendo en su comunidad. Uchuraccay no solo mantenía contacto con Tambo,
Huanta y Ayacucho para efectos de comercializar productos, también conservaba
los lazos de una relación con el Estado a través de los reportes que Gavilán y
los otros dirigentes hacían a las Fuerzas del Orden.
La inminente presencia militar en la zona de
emergencia, debía contemplar estos aspectos. La red de informantes (Tenientes
gobernadores, dirigentes campesinos, etc.) diseminada a lo largo de todas las
comunidades, que alimentaban ―ya sea por
obligación o por voluntad propia―
la inteligencia policial, debía ser puesta a disposición de las Fuerzas
Armadas, que preparaban su participación en el conflicto armado interno. Su
ingreso zanjaría cualquier vacilación. Los dirigentes del antiguo poder,
amparados en la intervención militar, dejarían de conspirar y pasarían a la
contraofensiva a través de asesinatos colectivos que no tenía otro propósito
que evidenciar su definición en el escenario de la guerra.
No es casual que la primera matanza colectiva se
haya producido a poco más de dos semanas del ingreso de las Fuerzas Armadas.
Antes de ese momento, las muertes fueron esporádicas e individuales. Después de
entonces, el asesinato en masa pasó a ser una cosa de todos los días.
La idea de confrontar a los subversivos utilizando a
la masa campesina no era cosa nueva. Era parte de la estrategia
contrasubversiva, empleada en Vietnam y en Centro América, ya sea como comités
de Defensa Civil o como rondas campesinas. Las Fuerzas Armadas peruanas lo
sabían, Cisneros Vizquerra, antes de dejar el cargo de ministro de Guerra, lo
supo. La estrategia contrasubversiva implicaba ahorrar bajas militares y hacer
reposar los costos de la guerra en la propia población civil.
La muerte de los periodistas en Uchuraccay, por
consiguiente, fue solo una parte de los resultados provocados por la estrategia
contrasubversiva que venía implementándose desde un año atrás, sino es más, a
cargo del Ministerio de Guerra y del Interior, respectivamente, por medio de
mecanismos de inteligencia que devendrían luego en una espiral de violencia. Es
decir, la actuación de los comuneros de Uchuraccay, Iquicha, Huaychao y de
todas las comunidades que se concentraron en vísperas del 26 de enero de 1983 y
en los días siguientes, fue la consecuencia de la estrategia –que ciertamente
subestimaba la realidad– y de los planes ejecutados por las Fuerzas Armadas.
En esta línea de ideas, nuestra tesis sostiene que
el crimen contra los periodistas y el guía Juan Argumedo, en las alturas de
Uchuraccay, se produjo en el marco de aquel proyecto contrainsurgente orientado
por la estrategia y los planes ya citados, y que se consumó a manos de un grupo
de comuneros, dirigidos por aquellos personajes que, hasta antes de la
presencia regular de los senderistas, gozaban de ciertos privilegios y del
control absoluto del poder local en Uchuraccay. Su relación con las Fuerzas del
Orden, se mantuvo formal, aunque furtivamente, desde mucho antes, hasta el
epílogo de los sucesos. El crimen contra los hombres de prensa, por lo tanto,
se ajustó a la política estatal de eliminar al “enemigo interno”, una
estrategia que, como dijimos, se sustentó en planes, directivas y medidas,
derivadas de la estrategia vigente que se inspiró en la Doctrina de Seguridad
Nacional. Así ocurrió en todos los países donde existían conflictos armados
internos.
Defender la tesis opuesta, sostenida mediáticamente
por comisiones oficiales, que aseguran que los comuneros, todos, actuaron
sometidos por un estado mental marcado por la confusión y el error, es apostar
por aquel mito que excluye a las Fuerzas Armadas del horrendo crimen y, más
bien, responsabilizar a los alzados en armas de ser los responsables, incluso,
de la masacre de los periodistas.
Esto es lo que, a mi juicio, ocurrió en Uchuraccay,
una tragedia que terminó con la vida de ocho hombres de prensa, de un guía y de
una docena de comuneros asesinados en los días previos.
Uchuraccay ha trascendido de lejos el episodio de
triste recordación al que se le pretende reducir. Uchuraccay marcó el inicio
del capítulo más sangriento de la historia política contemporánea e inauguró
una guerra de mensajes simbólicos entre los actores del conflicto. Umberto Jara
señala que, con Nicolás Hermosa Ríos, Comandante General del Ejército en 1991,
se empezaron a dar los mensajes simbólicos, pero estoy seguro que, el primer y
más intenso de este tipo de mensajes, cuya efectividad estuvo plenamente
garantizada, se produjo en enero de 1983.
Después de ese mes, después de enero de 1983, no se
vio a un solo periodista, de tendencia crítica del régimen gubernamental,
emprendiendo una aventura similar. Los contados descubrimientos del resultado
de abusos militares terminaron con la desaparición y asesinato de otros
periodistas, este fue el caso de Jaime Ayala en 1984, de Hugo Bustíos en 1988,
de Luis Morales en 1991 y unos cuarenta periodistas más según el Consejo de la
Prensa Peruana y la Oficina de Derechos Humanos del Periodista.
Los exclusivos vuelos en helicópteros militares, que
le costaba al fisco la suma de 5 mil dólares americanos en gastos de
combustible, solo estaban reservados a la prensa oficiosa. El mensaje simbólico
que lanzaron las Fuerzas Armadas con el crimen de Uchuraccay, no tenía que ser
descifrado, no era necesario. Nadie que portara una cámara fotográfica,
interesado en descubrir miles de fosas clandestinas, volvería a peregrinar por
las cumbres andinas sin estar seguro de encontrarse con una muerte a la usanza
de una guerra clandestina.
A
los periodistas –y no solo a los académicos- nos corresponde seguir en este
largo camino de buscar la verdad. Los periodistas asesinados en Uchuraccay lo
escribieron no solo con su muerte, lo hicieron con sus fotografías y con lo más
precioso que tiene el hombre, con ese suspiro articulado que representa la
palabra, con esa construcción social engendrada en diez mil años llamada
diálogo, demostrando que sin él, que sin el diálogo, solo queda la muerte.
Honor
y gloria a los héroes del periodismo nacional.
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