martes, 26 de enero de 2016

Uchuraccay y el siniestro mensaje






Hoy se cumple 33 años de los fatídicos acontecimientos de Uchuraccay, una pequeña comunidad andina que alcanzó notoriedad gracias a la muerte de ocho periodistas y un guía, la tarde del 26 de enero de 1983.
De los trágicos sucesos se ha escrito mucho, se ha dicho por ejemplo que la muerte de los periodistas fue el resultado de una fatal confusión. Primero se dijo que la comunidad entera no hablaba castellano impidiendo cualquier forma de diálogo entre los dirigentes comunales y los periodistas, que confundieron las máquinas y equipos fotográficos con armas de guerra, que Uchuraccay vivía aislada de la civilización, que los autores de la matanza habían sido los subversivos.
Más tarde, se dijo que uno de los periodistas llevaba una bandera roja, que este elemento, en medio de una rebelión campesina contra Sendero, había sido el detonante de la masacre. Ahora, se dice que la razón del abominable crimen contra los periodistas fue el conflicto histórico entre familias que disputaban el poder local hasta antes del asesinato de los periodistas. Pero, la verdad es que, todos estos argumentos, unos más creíbles que otros, solo pretenden abonar falsas premisas a la tesis de la confusión, al mito de la casualidad y del error.
Lo sorprendente de todo esto es que, cada argumento, cada idea o más bien, cada falacia, ha sido revocada y cuestionada, una y mil veces, por las propias víctimas.
Esta afirmación no es simple retórica. Es literal. Los periodistas, antes y durante el brutal ataque consumado por algo más de 30 comuneros y no por toda la comunidad, armados todos ellos con huaracas, piedras y hachas; lograron registrar imágenes de sus captores, de cada detalle del mortal encuentro, del agitado diálogo, de la cantidad de atacantes, del estado emocional de sus victimarios, pero, sobre todo, de la indiscutible condición profesional que ostentaban los hombres de prensa. No cabe duda, se identificaron y demostraron que eran periodistas. Las extraordinarias fotografías de Willy Retto, uno de los mártires de Uchuraccay, en el preciso instante de su muerte, dejó el más increíble testimonio de un crimen alevoso, deliberado y siniestro.
A 33 años de los hechos registrados en las alturas de Uchuraccay, la lógica y el sentido común han logrado converger gracias a la verdad histórica construida, no desde onerosos informes oficiales y oficiosos o de opiniones interesadas, versiones antojadizas, pseudo investigaciones académicas con claro sesgo ideológico y político; sino, desde la lectura de reconocidos intelectuales que escribieron la historia desde una orilla menos condescendiente o menos cómplice con las Fuerzas Armadas.
Según el historiador Alberto Flores Galindo, el comportamiento de cierto sector de comuneros uchuraccaínos no fue producto de ningún desencanto contra Sendero. Fue, más bien, la natural respuesta de quienes habían perdido el control de un espacio de poder que les era fértil a sus propios intereses y que, hacia mediados de 1982, contaban con la aquiescencia de las Fuerzas del Orden para formar parte de un plan –mal o bien elaborado– de ocupación y recuperación estratégica de territorio perdido en las alturas andinas.
Lo cierto es que, la llamada “guerra sucia”, realmente comenzó en enero de 1983, con la muerte de más de una docena de presuntos senderistas en las alturas iquichanas y con la masacre de 8 periodistas y un guía en Uchuraccay.
Toda la vorágine de violencia que produjo el mayor genocidio en nuestra patria, que se extendió principalmente a lo largo de 1983 y 1984, fue el corolario de una estrategia relativamente implementada y aplicada desde principios de 1982, cuando las Fuerzas Armadas ya preparaban su ingreso directo y frontal al escenario del conflicto (Véase las declaraciones de los ex ministros de Guerra y del Interior de ese entonces).
Esto es lo que se dijo desde un inicio y se pretendió opacar con tres décadas de versiones mediáticas, de informes oficiales, con argumentos falaces y míticos que, si se observa  desde una especie de meta realidad, pretenden responsabilizar a los propios periodistas de su muerte. Casi, casi, como decir, que los periodistas murieron porque decidieron ir a Uchuraccay o a Huaychau.
Pero la verdad histórica precisa que, en Uchuraccay, el viejo poder local conformado por los Varayocs, entre los que se encontraban Alejandro Huamán Leandro, Dionisio Morales Pérez, Alejandro Morales Pérez, Sacarías Mauli, entre otros, desde 1981, se resistió a perder el control de la comunidad y entregarla expeditamente a los subversivos. Mantuvo de forma paralela y furtivamente el poder en la zona, aun cuando Sendero ya había instalado una nueva autoridad bajo la figura de un “Comisario”.
Su desafío al grupo armado, desafío que terminó con la muerte de Alejandro Huamán Leandro, presidente de la Comunidad de Uchuraccay y acusado de retirar la bandera de los subversivos de una zona alta, no pudo haberse concretado si Huamán no hubiera estado convencido de que su decisión tendría algún tipo de apoyo político o militar. Si, como dice la CVR, el PCP SL, había impuesto su poder, era obvio que enfrentarlo tendría sus consecuencias.
Huamán Leandro, junto con los otros miembros del antiguo poder local, comenzaron a conspirar contra los senderistas y contra el nuevo poder impuesto en la comunidad, representado, según dice el mismo Informe, por Severino Huáscar Morales, a quien luego dieron muerte junto con el guía Juan Argumedo.
Pero la conspiración, además de aglutinar nuevas fuerzas, debió buscar el respaldo de las Fuerzas del Orden. Un elemento clave en este asunto fue Fortunato Gavilán García, Teniente Gobernador de Uchuraccay, ex licenciado del Ejército, nombrado en esa condición por el Gobierno de Fernando Belaúnde y obligado por función a dar parte de los hechos que venían ocurriendo en su comunidad. Uchuraccay no solo mantenía contacto con Tambo, Huanta y Ayacucho para efectos de comercializar productos, también conservaba los lazos de una relación con el Estado a través de los reportes que Gavilán y los otros dirigentes hacían a las Fuerzas del Orden.
La inminente presencia militar en la zona de emergencia, debía contemplar estos aspectos. La red de informantes (Tenientes gobernadores, dirigentes campesinos, etc.) diseminada a lo largo de todas las comunidades, que alimentaban ―ya sea por obligación o por voluntad propia― la inteligencia policial, debía ser puesta a disposición de las Fuerzas Armadas, que preparaban su participación en el conflicto armado interno. Su ingreso zanjaría cualquier vacilación. Los dirigentes del antiguo poder, amparados en la intervención militar, dejarían de conspirar y pasarían a la contraofensiva a través de asesinatos colectivos que no tenía otro propósito que evidenciar su definición en el escenario de la guerra.
No es casual que la primera matanza colectiva se haya producido a poco más de dos semanas del ingreso de las Fuerzas Armadas. Antes de ese momento, las muertes fueron esporádicas e individuales. Después de entonces, el asesinato en masa pasó a ser una cosa de todos los días.
La idea de confrontar a los subversivos utilizando a la masa campesina no era cosa nueva. Era parte de la estrategia contrasubversiva, empleada en Vietnam y en Centro América, ya sea como comités de Defensa Civil o como rondas campesinas. Las Fuerzas Armadas peruanas lo sabían, Cisneros Vizquerra, antes de dejar el cargo de ministro de Guerra, lo supo. La estrategia contrasubversiva implicaba ahorrar bajas militares y hacer reposar los costos de la guerra en la propia población civil.
La muerte de los periodistas en Uchuraccay, por consiguiente, fue solo una parte de los resultados provocados por la estrategia contrasubversiva que venía implementándose desde un año atrás, sino es más, a cargo del Ministerio de Guerra y del Interior, respectivamente, por medio de mecanismos de inteligencia que devendrían luego en una espiral de violencia. Es decir, la actuación de los comuneros de Uchuraccay, Iquicha, Huaychao y de todas las comunidades que se concentraron en vísperas del 26 de enero de 1983 y en los días siguientes, fue la consecuencia de la estrategia –que ciertamente subestimaba la realidad– y de los planes ejecutados por las Fuerzas Armadas.
En esta línea de ideas, nuestra tesis sostiene que el crimen contra los periodistas y el guía Juan Argumedo, en las alturas de Uchuraccay, se produjo en el marco de aquel proyecto contrainsurgente orientado por la estrategia y los planes ya citados, y que se consumó a manos de un grupo de comuneros, dirigidos por aquellos personajes que, hasta antes de la presencia regular de los senderistas, gozaban de ciertos privilegios y del control absoluto del poder local en Uchuraccay. Su relación con las Fuerzas del Orden, se mantuvo formal, aunque furtivamente, desde mucho antes, hasta el epílogo de los sucesos. El crimen contra los hombres de prensa, por lo tanto, se ajustó a la política estatal de eliminar al “enemigo interno”, una estrategia que, como dijimos, se sustentó en planes, directivas y medidas, derivadas de la estrategia vigente que se inspiró en la Doctrina de Seguridad Nacional. Así ocurrió en todos los países donde existían conflictos armados internos.
Defender la tesis opuesta, sostenida mediáticamente por comisiones oficiales, que aseguran que los comuneros, todos, actuaron sometidos por un estado mental marcado por la confusión y el error, es apostar por aquel mito que excluye a las Fuerzas Armadas del horrendo crimen y, más bien, responsabilizar a los alzados en armas de ser los responsables, incluso, de la masacre de los periodistas.
Esto es lo que, a mi juicio, ocurrió en Uchuraccay, una tragedia que terminó con la vida de ocho hombres de prensa, de un guía y de una docena de comuneros asesinados en los días previos.
Uchuraccay ha trascendido de lejos el episodio de triste recordación al que se le pretende reducir. Uchuraccay marcó el inicio del capítulo más sangriento de la historia política contemporánea e inauguró una guerra de mensajes simbólicos entre los actores del conflicto. Umberto Jara señala que, con Nicolás Hermosa Ríos, Comandante General del Ejército en 1991, se empezaron a dar los mensajes simbólicos, pero estoy seguro que, el primer y más intenso de este tipo de mensajes, cuya efectividad estuvo plenamente garantizada, se produjo en enero de 1983.
Después de ese mes, después de enero de 1983, no se vio a un solo periodista, de tendencia crítica del régimen gubernamental, emprendiendo una aventura similar. Los contados descubrimientos del resultado de abusos militares terminaron con la desaparición y asesinato de otros periodistas, este fue el caso de Jaime Ayala en 1984, de Hugo Bustíos en 1988, de Luis Morales en 1991 y unos cuarenta periodistas más según el Consejo de la Prensa Peruana y la Oficina de Derechos Humanos del Periodista.
Los exclusivos vuelos en helicópteros militares, que le costaba al fisco la suma de 5 mil dólares americanos en gastos de combustible, solo estaban reservados a la prensa oficiosa. El mensaje simbólico que lanzaron las Fuerzas Armadas con el crimen de Uchuraccay, no tenía que ser descifrado, no era necesario. Nadie que portara una cámara fotográfica, interesado en descubrir miles de fosas clandestinas, volvería a peregrinar por las cumbres andinas sin estar seguro de encontrarse con una muerte a la usanza de una guerra clandestina.
A los periodistas –y no solo a los académicos- nos corresponde seguir en este largo camino de buscar la verdad. Los periodistas asesinados en Uchuraccay lo escribieron no solo con su muerte, lo hicieron con sus fotografías y con lo más precioso que tiene el hombre, con ese suspiro articulado que representa la palabra, con esa construcción social engendrada en diez mil años llamada diálogo, demostrando que sin él, que sin el diálogo, solo queda la muerte.
Honor y gloria a los héroes del periodismo nacional.


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